XI Domingo del Tiempo Ordinario (12 de junio de 2016)

En la lectura de hoy, la mujer seguramente había escuchado a Jesús proclamar su mensaje de amor y misericordia. En  todo caso, es obvio que el mensaje del Señor le había llegado al corazón. Probablemente no se había atrevido a ir a casa del fariseo sin que la invitaran, pero cuando tuvo la esperanza de recibir el perdón de sus muchos pecados, desaparecieron sus temores, al punto de que la vergüenza y la crítica que tal vez esperaba no le impidieron atreverse a lavar los pies de Jesús con sus lágrimas, secarlos con su cabello y ungirlos con un perfume costoso (Lucas 7, 38). El amor que le expresó al Señor de esta manera es señal de que tenía la esperanza de ser perdonada y encontrar una vida nueva.
Lo que nos toca preguntarnos a nosotros es si amamos a Jesús tanto como esta mujer (que estuvo dispuesta a expresarle su amor ofreciéndole algo valioso) o si somos como el fariseo (confiado en sus obras externas, sin admitir ni su pecado ni su necesidad de perdón). Quizás pensemos que nos hemos entregado por completo a Cristo, pero ¿lo demuestran así nuestras acciones cotidianas? Si oramos con devoción y fe pidiéndole al Espíritu Santo su iluminación y haciendo un examen sincero de nuestra vida, veremos que aún somos egoístas en mucho de lo que hacemos con respecto a Dios y a los demás.
¿Cómo podemos aumentar nuestro amor y devoción al Señor? Cuando aceptamos el don de la salvación, Jesús viene a ser el centro de nuestra vida, y nos damos cuenta cada vez más de que él nos amó tanto que dio su vida por nosotros; que murió para que pudiéramos vivir y que en su Sangre está el poder para vencer todo pecado que nos impide recibir la vida nueva. Esta convicción ha de ser la brújula que dirija nuestros pasos por el camino de la salvación.                                      


Tomado de: La Palabra entre Nosotros
(http://la-palabra.com/meditations/2016/06/12)