En la
lectura de hoy, la mujer seguramente había escuchado a Jesús proclamar su
mensaje de amor y misericordia. En todo caso, es obvio que el mensaje del Señor
le había llegado al corazón. Probablemente no se había atrevido a ir a casa del
fariseo sin que la invitaran, pero cuando tuvo la esperanza de recibir el
perdón de sus muchos pecados, desaparecieron sus temores, al punto de que la
vergüenza y la crítica que tal vez esperaba no le impidieron atreverse a lavar
los pies de Jesús con sus lágrimas, secarlos con su cabello y ungirlos con un
perfume costoso (Lucas 7, 38). El amor que le expresó al Señor de esta manera es
señal de que tenía la esperanza de ser perdonada y encontrar una vida nueva.
Lo que
nos toca preguntarnos a nosotros es si amamos a Jesús tanto como esta mujer
(que estuvo dispuesta a expresarle su amor ofreciéndole algo valioso) o si
somos como el fariseo (confiado en sus obras externas, sin admitir ni su pecado
ni su necesidad de perdón). Quizás pensemos que nos hemos entregado por
completo a Cristo, pero ¿lo demuestran así nuestras acciones cotidianas? Si
oramos con devoción y fe pidiéndole al Espíritu Santo su iluminación y haciendo
un examen sincero de nuestra vida, veremos que aún somos egoístas en mucho de
lo que hacemos con respecto a Dios y a los demás.
¿Cómo
podemos aumentar nuestro amor y devoción al Señor? Cuando aceptamos el don de
la salvación, Jesús viene a ser el centro de nuestra vida, y nos damos cuenta
cada vez más de que él nos amó tanto que dio su vida por nosotros; que murió
para que pudiéramos vivir y que en su Sangre está el poder para vencer todo
pecado que nos impide recibir la vida nueva. Esta convicción ha de ser la
brújula que dirija nuestros pasos por el camino de la salvación.
Tomado de: La Palabra entre
Nosotros
(http://la-palabra.com/meditations/2016/06/12)